Y así como somos de gregarios, la pandemia nos obligó a encerrarnos desmedidamente y a permanecer entre cuatro paredes y una familia -en el más acudido de los casos- durante, ¡ay!, un año ya.
Como todo en esta vida, hay hasta tres interpretaciones sobre lo que va a pasar cuando al fin regresemos a las calles y a las fiestas y a las oficinas y a los centros comerciales y a los lugares de entretenimiento, como cines, restaurantes, bares, cafés, etc.
Los optimistas dicen en las redes que vamos a volver totalmente cambiados, con más humanidad a cuestas y una mayor comprensión de nuestros prójimos. Los profetas de la buenaventura prevén un mundo en el que todos seremos mejores, más buenos, más comprensivos, más caritativos. Después del encierro, saldremos a darle la mano y nuestros bienes a nuestros hermanos -que así veremos a todos, como fraternos- y campearán la armonía y la paz en la tierra.
Deberemos prepararnos para tantas bendiciones…
Otros, no obstante, advierten que el nuevo mundo será una jungla en la que predominará la ley del más fuerte, del más desalmado. Los hombres querrán rescatar todo lo que perdieron con la rotura de la economía, con la pérdida de sus empleos, con la difuminación de su patrimonio.
El hombre, lamentan, será más el lobo del hombre que nunca, y la competencia será férrea, sin cuartel, a morir o matar.
Tendremos que estar listos para defendernos como nunca.
La tercera opinión es la de los moderados, que piensan que algunos serán mejores y otros peores, y que el chiste será adivinar cuáles son unos y cuáles otros, para recibir dones o para actuar en defensa propia.
Lo seguro es que sí será un mundo distinto, y hay que prepararnos para cualquiera de las posibilidades.
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