Son todos ésos los que no quieren a Xóchitl y todos los conocemos; los vemos vociferando en las redes, ocultos atrás de sus máscaras de bots; los padecemos en muchas discusiones a las que se meten para tratar de imponer el catecismo del patriarca, lleno de ruido y furia; los tratamos de eludir en su violencia bárbara.
Pero también hay otros que no están del lado del Mesías tropical ni mucho menos, pero no acaban de entender a esa menuda dama que da ejemplo de valor y de sacrificio; que es honesta, capaz, preparada, justa. A esa señora llena de un humor ingenioso y contagioso, que sonríe a la vida y siempre gana porque no se enoja.
Son primero los que quisieran gozar de la simpatía popular, de la aceptación universal, de los porcentajes altísimos en las encuestas; los aspirantes conocidos y desconocidos que no han acatado que Xóchitl se les adelantó irremisiblemente, aunque ellos buscaron de mil maneras ese cariño del pueblo que nunca lograron. Son los hechos a un lado que están devorados por la envidia, que se mienten a sí mismos pensando que ellos deberían ser los receptores de la simpatía ciudadana.
Y tampoco quieren a Xóchitl muchos personajes oscuros enquistados en los partidos, que quisieran que las cosas volvieran a ser como antes para poder robar a manos llenas nuevamente, para llevar la corrupción a sus niveles más altos; son los nostálgicos del robo impune.
Ahora que los que sí quieren a Xóchitl son millones de mexicanos de buena fe, que solamente piden una sociedad más equilibrada, una riqueza mejor repartida y un mundo en el que todos puedan crecer en paz y con alegría.
Y cada día son más.
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