Con el apoyo logístico, económico y armamentista de la URSS a través de Cuba, los rebeldes se consolidaron en varios países y fueron también un acicate para que las dictaduras fueran entregando el poder a través de elecciones en las que el pueblo era escuchado y su voto contaba.
En esa corriente, muchos de los luchadores de antaño, la gente de la izquierda que había peleado contra las oligarquías locales, se fueron volviendo la autoridad de sus países.
Y ahí vino mal la cosa, porque los movimientos populares terminaron por volverse populistas, y los guerrilleros que tumbaron a los dictadores se eternizaron también en el poder, y empezaron a cometer las mismas barbaridades de los sanguinarios militares.
Fidel Castro en Cuba, Hugo Chávez (y su continuador Nicolás Maduro) en Venezuela y Daniel Ortega en Nicaragua se convirtieron en los nuevos patriarcas que empezaron a cometer tropelías y a atacar la democracia naciente. Se volvieron los mismos sátrapas que habían combatido.
El panorama político de Latinoamérica ofrece en la actualidad varios pincelazos de dictaduras sanguinarias, pero esta vez encabezadas por quienes fueron héroes nacionales y paladines de las libertades civiles.
Junto con ellos, muchos políticos populistas se han ido trepando al carro de la izquierda desatinada y buscan eternizase en el poder, como Evo Morales en Bolivia, los Kichner en Argentina y tal vez AMLO en México, a través de interpósita persona.
En los albores de las luchas democráticas, los luchadores de izquierda eran los buenos, y los aprovechados de la derecha eran los malos.
Hoy las cosas han cambiado, y andamos buscando cómo nos vamos a salvar de nuestros salvadores.
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