Sin proponérselo, los Yunes azules se convirtieron en nodo de unidad para una oposición nacional que había estado navegando a oscuras, a falta de un liderazgo que hiciera frente a la derrota monumental de las elecciones del 2 de junio; un liderazgo que levantara el ánimo de los millones de votantes derrotados, que revirtiera el desánimo prolongado, que le diera nueva vida a la lucha por la democracia y la libertad.
En el terruño, los Yunes azules fueron el destino de la desaprobación popular: en los cafés, se cantaban décimas jarochas en su contra; en los corrillos, se anatematizaba a los traidores; en el morenismo jarocho, todos se apresuraban a desmarcarse de quienes fueron los enemigos acérrimos en la campaña electoral; en el mismo panismo, los militantes pedían en número creciente la expulsión para todos los miembros de la familia.
En los cafés de La Parroquia, los clientes habituales estaban listos para lanzar rechiflas y gritarle que se fuera, si alguno de los Yunes se aparecía, como lo hicieron contra la candidata Rocío Nahle en su momento.
Miguel Ángel Yunes -el padre o el hijo- está siendo el factor que ha despertado a la oposición de su letargo. Su defenestración lo convirtió en el cordero que está siendo llevado a la piedra de sacrificio, y ha puesto en posición de combate de nuevo a los ciudadanos que luchan contra el autoritarismo del inminente dictador.
En lo malo, también está lo bueno. Que así sea.
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