En política, los símbolos importan tanto como los hechos. Ver a la jefa de Estado —la depositaria de la soberanía nacional, el rostro de la República— ser vulnerada físicamente, aunque fuera de manera aparentemente “inofensiva”, es una imagen que lastima la investidura presidencial. El mensaje implícito es inquietante: si alguien puede tocar a la presidenta, alguien podría hacerle daño.
Este episodio se produce, además, en un contexto de extrema crispación política y social. Apenas días atrás, el presidente municipal de Uruapan, Michoacán, Carlos Manzo, fue asesinado a balazos, un hecho que remueve viejos temores sobre el avance de la violencia política en México. En un país donde los actores públicos viven bajo amenaza, donde los alcaldes, legisladores y periodistas caen víctimas de la inseguridad, la imagen de una presidenta desprotegida resulta doblemente peligrosa.
Aquí surge la pregunta inevitable: ¿fue un error eliminar al Estado Mayor Presidencial (EMP)? En su momento, el entonces presidente Andrés Manuel López Obrador justificó la desaparición de este cuerpo de élite como un gesto de “austeridad republicana” y “acercamiento al pueblo”. Pero con el paso del tiempo, la realidad impone matices. El EMP no era un capricho del poder, sino un mecanismo institucional de protección, altamente capacitado, con protocolos y logística especializada para garantizar la seguridad del presidente, su familia y el cuerpo diplomático.
El dilema, por tanto, no es de simpatía o empatía con el pueblo. Nadie cuestiona que la presidenta Sheinbaum busque cercanía con la ciudadanía, que camine entre la gente, que abrace y escuche. Pero el contacto directo no puede sustituir la seguridad del Estado. El poder no puede ser ingenuo. Y menos en un país donde los enemigos de la estabilidad abundan y donde la violencia política ha cobrado ya demasiadas vidas.
La función del aparato de seguridad presidencial no es restringir el acceso al poder, sino protegerlo de los riesgos reales y simbólicos que amenazan su continuidad. Es, en esencia, una forma de cuidar al país mismo. Si algo le ocurriera a la presidenta —y ojalá nunca suceda—, no sería un problema de Claudia Sheinbaum, sino una crisis nacional con consecuencias políticas, económicas y sociales impredecibles.
Lo más preocupante es la reacción posterior: minimizar el hecho, tratarlo como un “incidente menor” o incluso celebrarlo como una “muestra de cercanía” es una peligrosa frivolización del riesgo. La seguridad presidencial no puede quedar sujeta a la simpatía o espontaneidad de los eventos públicos. Debe estar basada en protocolos estrictos, en inteligencia preventiva y en disciplina operativa.
¿Y si el sujeto que logró acercarse a Sheinbaum no hubiera sido un espontáneo, sino un atacante armado? ¿Qué estaríamos escribiendo o viviendo hoy como nación? Ese es el ejercicio que debemos hacernos todos —sociedad, gobierno y medios—, porque la seguridad del poder no es un tema menor: es la garantía de la continuidad institucional del Estado mexicano.
En un país donde la violencia se normaliza y donde la desconfianza hacia las élites políticas crece, proteger a la presidenta no es un privilegio, sino una obligación constitucional y moral. La jefa del Estado no puede ser tratada como una figura accesoria ni como un personaje público más. Su seguridad es la seguridad del país entero.
El episodio de este martes debe servir para replantear seriamente los protocolos de protección presidencial. México no puede permitirse el lujo de la improvisación. La presidenta Sheinbaum merece y necesita un dispositivo de seguridad acorde a su investidura, sin que eso signifique aislarla del pueblo, pero tampoco exponerla a los caprichos del azar.
En política, las lecciones suelen llegar tarde. Ojalá esta vez no sea así. Porque lo que vimos esta semana no fue un gesto de cercanía, sino un recordatorio brutal de cuán frágil puede ser el poder cuando confunde la sencillez con la desprotección.
Al tiempo.
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