El mundo entero observa perplejo el actuar del nuevo inquilino que habita la residencia del 1600 Pennsylvania Ave NW, Washington, DC 20500, EE. UU., este personaje, por mucho ha provocado con azoro, el terror de cientos de millones de seres en la tierra, pues su comportamiento dista mucho del tradicional político.
Donald Trump es sin lugar a duda, el hombre más poderoso de la tierra, lo es, porque se ostenta como el poseedor de las llaves de la Casa Blanca y por ende, del control ejecutivo del Gobierno de los Estados Unidos; su poder representado en materia económica y militar supone, que para encarar el reto de llevar a buen puerto su administración debiera conducirse con sabiduría y prudencia -algo que hasta el momento no se asoma por ningún lado- pero parece que su intención es totalmente contraria de la que se esperaría de un estadista de su talla.
Pero por increíble que parezca, no es el primer inquilino de esta famosa residencia con serios problemas psicológicos y de comportamiento, según narra Ignacio Peyro, periodista y director de www.ambosmundos.es en su ensayo “Locura y Poder” antes existieron otros casos.
Según relata “No podía comer ni dormir”, escribe el biógrafo Daniel Mark Epstein. Abraham Lincoln “aparecía con la mirada perdida, sin afeitar, demacrado. Era objeto de compasión para sus amigos y de irrisión para los demás”. En enero de 1841, su amigo Joshua Speed tuvo que quitar las navajas de afeitar, cuchillos “y otras cosas peligrosas del mismo estilo” del cuarto de un Lincoln ya no tan muchacho y que apenas podía conciliar el sueño por padecer “terrores nocturnos”. “Se despertaba a la mitad de la noche, temblando, diciendo cosas sin sentido”, corroboran testimonios de la época.
Es obvio que alguien de apariencia tan desequilibrada no debería resultar, en principio, idóneo para el gobierno firme, prudente y previsible de lo que antiguamente se llamaba la nave del Estado. Del caso aludido, el propio Lincoln llegaría a decir, años más tarde, avergonzado, que había llegado a perder “lo mejor” de su carácter. Pero, al margen del juicio que a cada uno merezca el Lincoln estadista, de lo que no cabe duda es de que –como apunta David Brooks- para luchar contra sus propios males, acometió con éxito “un programa febril de mejora del carácter” que incluía tareas como estudiar gramática y geometría euclidiana.
La anécdota de Lincoln tiene, para Brooks, algo de invitación a repensar el liderazgo: conforme al comentarista del New York Times, los líderes actuales no han dedicado el tiempo suficiente, en primer lugar, a identificar sus mayores defectos y, en segundo lugar, a luchar contra ellos. Cita, a modo de ejemplo, el narcisismo de un Bill Clinton o la inseguridad intelectual de un Bush Jr. Sin embargo, “de algún modo, un líder que haya sido consciente de sus propios fallos no estaría tan encantado de conocerse a sí mismo. No compartiría el fervor de sus admiradores más ardientes, y comprendería algunas razones de sus enemigos. Sabría de su verdadera importancia ante la marcha de los acontecimientos. El poder no le haría más corrupto, sino más grave y más sabio”.
Lo más estrambótico que ha hecho por ejemplo Angela Merkel en su vida fue tomar una cerveza en casa de un desconocido, pero aquello fue el día de la caída del muro de Berlín.
Otro, Barack Obama, no parece haber vivido tiempos de prolongada lucha interior, no parece haber sucumbido ante graves fracasos personales, más bien todo lo contrario.
Y basta pensar en Nicolas Sarkozy o en Silvio Berlusconi para concluir que no se trata de espíritus marcados por las borrascas de las dudas.
Hay quien, a partir de estos datos, va más allá, y lanza la hipótesis de que, si la cordura absoluta y total es positiva en tiempos de bonanza, ciertos desajustes de temperamento vienen, paradójicamente, a reforzar los mejores liderazgos en tiempos de crisis.
Es de este modo como “En Locura de primer orden”, libro muy comentado en el ámbito anglosajón, Nassir Ghaemi –psiquiatra en Harvard y profesor en la misma institución, además de licenciado en historia y filosofía- retoma la vieja tradición aristotélica que pone en relación el genio y, digamos, la manía, cierto grado de conflicto interior.
Así, por ejemplo, si la depresión –en palabras de Christopher Caldwell, analista del Financial Times- “puede llevar al suicidio, a la desesperación y a arruinar la propia vida, también puede venir con fuerzas particulares, incluyendo la creatividad, el realismo, la empatía y la resistencia”. Cuajado de ejemplos, el libro de Ghaemi, aunque diste de ser asumible en muchas de sus tesis, sí resulta sugestivo.
Ghaemi, voluntariamente, se aparta de la cháchara psicoanalítica y de los intentos de hacer psicohistoria, aprovechando, por cierto, para propinar una buena lanzada al risible intento de Freud con Woodrow Wilson: “todas esas interpretaciones psicológicas terminan en una especulación vana a propósito de los traumas infantiles de las figuras en cuestión”. Así, Ghaemi estudia los síntomas, la genética –es decir, los antecedentes familiares-, el curso de la dolencia y su tratamiento.
Que por favor alguien les diga a los estadounidenses, a sus legisladores, que cometieron un gravísimo error al llevar a la presidencia a Donald Trump.
Sus arrebatos provocaran en muy, muy poco tiempo severos problemas de orden mundial, no es posible que en una semana y días de mandato, el inquilino de la de la Avenida Pensilvania sea llamado como “El loco de la Casa Blanca”… Continuará
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Al tiempo.
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