Sobre la compleja realidad que vive nuestro querido México, habló el destacado escritor Héctor Aguilar Camín, para agradecer la medalla de Bellas Artes que le concedió en días pasados el Instituto Nacional de Bellas Artes.
En su intervención, el intelectual quintanarroense, señaló: "México será un gran país algún día, pero no por los méritos de mi generación. Hemos corrompido la democracia, hemos sido inferiores a lo que soñamos. Me consuelo pensando que este país es más grande que sus males".
Aceptando sin reserva lo que le consuela, difiero diametralmente de su diagnóstico sobre los escasos méritos de su generación, que es la mía, y sin ser yo una intelectual de renombre, sino una simple estudiosa de la ciencia política y de nuestro devenir social, puedo decir, sin falsas modestias, que sé de lo que estoy hablando, porque me consta.
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Pertenezco como Aguilar Camín a la generación del 68, la de la matanza de Tlaltelolco, la de la Olimpiada make up, del México “donde no pasaba nada” y puedo dar fe de la evolución positiva que se ha venido produciendo desde entonces, debido al tenaz empeño de una ciudadanía incipiente, que no fue educada para serlo, ni aprendió con el ejemplo, sino que tuvo que soltar marras como pudo, para hacerse escuchar, en medio de una dictablanda, en donde el mero acto de disentir era considerado como traición a la patria.
En toda generación, encontramos en la sociedad expresiones de la más variada índole, y así como en los días de Juárez y sus leyes de Reforma, la lucha la ganaron los patriotas liberales y la perdió el clero católico aliado con la burguesía criolla, de la misma forma, en nuestros días, la batalla la ganaron hace cuarenta años los neoliberales que llegaron al poder, seguidores a ultranza del Consenso de Washington, un decálogo de imposiciones que privilegiaron el imperio del libre mercado, ajenos al bienestar social de los mexicanos.
Amarrados al neoliberalismo, los denodados esfuerzos de grupos minoritarios por democratizar al país han estado siempre cojos, pues las políticas públicas desde hace cuarenta años, se han orientado a cuidar las finanzas macroeconómicas, sin atender como era prioritario, aspectos nodales para el fortalecimiento de la economía real de los mexicanos, como la autosuficiencia alimentaria, o la modernización de la infraestructura energética.
La devastación de PEMEX es el perfecto ejemplo: una paraestatal que ha solventado los gastos del gobierno, sin que éste se haya preocupado durante décadas, de inyectarle los recursos que necesitaba, cuando aún era tiempo. Ahora lo están haciendo las empresas extranjeras, que nos pondrán fácilmente contra la pared, cuando les convenga. Con la economía a la baja, y la educación en manos de los sindicatos magisteriales corruptos, perseguir el sustento sin la preparación para lograr un mejor empleo y un mejor salario ¿Ha sido culpa del ciudadano? ¿Es culpa de una generación el que esto haya sucedido? ¿No será, en todo caso, culpa de las élites en el poder político, económico y religioso, preocupadas exclusivamente por su beneficio y el de los grupos que representan?
El reconocimiento a los derechos humanos, a la libertad de expresión, al control natal y a la diversidad sexual en nuestra Constitución, no ha sido concesión graciosa de los gobiernos y menos de las iglesias, sino de la ciudadanía organizada que ha sabido y lo sigue haciendo, ejercer presión frente al poder público.
El fin del idilio entre los neoliberales mexicanos y los dictados de Washington, provocado por Trump, constituye una oportunidad de oro, para buscar recuperar el rumbo: diversificar nuestros mercados y formular políticas públicas de real beneficio para la población. Desde esta visión, la lucha por garantizar la laicidad del Estado Mexicano, punto de partida para legislar por el interés público y no por el privado, tiene que ser prioridad para las generaciones actuales y un ejemplo para las futuras.
A esta generación, con la ayuda de las anteriores, concatenadas ambas en un mismo propósito, corresponde realizar un activismo diario, en la calle, con los vecinos, en la escuela, en los centros de trabajo, para generar conciencia sobre la fundamental tarea de participar en lo público y repudiar con el voto de castigo a los corruptos. Una tarea compleja, de resultados graduales, en la que no caben los estigmas generacionales, lanzados desde el confort de un cubículo.
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