Democracia, participación social y combate a la corrupción son temas que han ocupado mucho espacio en el debate nacional. En particular, del último de ellos, el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española apunta que “corrupción” se relaciona con la alteración, vicio o abuso que se introduce en las cosas, y que, específicamente en las organizaciones públicas, se entiende por tal a la “práctica consistente en la utilización de las funciones y medios de aquéllas en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores”. Como “anti” significa “opuesto, contrario”, el propio diccionario dice que “anticorrupción” es aquello “que tiene como objetivo la lucha contra la corrupción económica, política, administrativa, etc.” Fue a William Pitt, el emblemático primer ministro británico —históricamente, nombrado en el último tercio del siglo XVIII por el que, a su vez, se considera el primer parlamento inglés soberano de la historia— quien expresó “El poder ilimitado es capaz de corromper las mentes de aquellos que lo poseen”; aunque conocemos más la afirmación de Lord Acton de que: “Todo poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”.
Entre nosotros, Daniel Cosío Villegas se refirió tanto a las crisis de México como al estilo personal de gobernar, para caracterizar al sistema político mexicano surgido de la revolución, como un gobierno autoritario que concentró un enorme poder en la figura presidencial, expresado en un desbordado ejercicio unipersonal que generó una inmensa corrupción. Lorenzo Meyer recuerda de don Daniel que: “tras reflexionar sobre las perspectivas que se abrían para México al concluir la Segunda Guerra Mundial, llegó a la conclusión de que nuestra comunidad nacional estaba en medio de una gran crisis, una crisis de futuro y que la razón era básicamente una falla moral de las élites…Cosío veía a la clase gobernante como irremediablemente tocada por la corrupción y por un escaso compromiso con el programa social, político y cultural que, se suponía, había sido la razón de ser de la lucha de Madero y sus sucesores…en aras de un proyecto que tuviera sentido para una mayoría que desde siglos había sido encajonada en una cultura de la pobreza…una corrupción administrativa general, ostentosa y agraviante, cobijada siempre bajo un manto de impunidad…”
Carlos Monsiváis, con su agudeza, dijo alguna vez: “¿Qué es en México la corrupción? Una extendida y casi obligatoria práctica social, una empresa de despojo que es técnica de sustentación capitalista, una tradición impuesta que se vuelve método para trascender las diferencias ideológicas...La ambición épica se traslada del campo de batalla a la confección de fortunas, de la ostentación del sacrificio a la ostentación de la ostentación… si todos somos corruptos, todos somos ahistóricos y pertenecemos a ese tiempo sin tiempo en el que cada uno tiene su precio”. En el pasado y presente de México, “corrupción” y “anticorrupción” son algo más que simples vocablos de diccionario, porque se deslizan y obtienen su contenido material a partir de una centenaria y criticada práctica sucedida en todo el mundo occidental, pero que en nuestro país se enseñoreó con creces hasta la ignominia. Esta es la ratio legis —el espíritu, la razón, la causa— que debe animar al sistema anticorrupción instaurado en nuestra nación. El compromiso es histórica, política y jurídicamente demandante; pero, sobre todo, socialmente impostergable. Vaya compromiso mayúsculo…Seguiremos. |