Bajo el cobijo de una tradición jurídica paradigmática y predominante durante el siglo pasado, se arribó a la idea extrema de que el Derecho sólo comparte con la Ética, la suerte de ser, ambos campos, un sistema de reglas normativas de la conducta humana, que prescriben obligaciones y establecen derechos, pero sin un claro punto de contacto entre estos sistemas que enuncian formas de comportamiento humano. Se decía que el Derecho funciona para la conducta externa; en tanto que, la Ética, para la conducta interior. También, que el Derecho obedece a un principio de razón; mientras que la Ética, a un principio de conciencia. Además, que la fuente del Derecho sólo es la Ley producida por los órganos legislativos y, por tanto, objetiva; y que los valores a que refiere la Ética son de carácter intuitivo y pecan de ser “espirituales”, “etéreos” o “intangibles” y, en esa consecuencia, es subjetiva porque no hay manera de demostrar la existencia de valores permanentes dado que esto responde, más bien, a las circunstancias históricas y culturales de cada época.
Hoy día, aunque no se ha zanjado bien a bien el debate sobre esas diferencias, particularmente en el constitucionalismo contemporáneo, se ha venido dando, en forma acentuada desde hace una veintena de años, una suerte de reconsideraciones basadas en el hecho de que es literalmente imposible que el Derecho no anide en su expresión teórica, la lógica de incorporar valores socialmente atendibles -si no es que demandantes- que, ulteriormente, se trasminan o influyen en los procedimientos de aprobación de leyes y decretos ordinariamente producidos por los congresos o parlamentos. Ya el maestro brasileño Miguel Real había apuntado, desde los años sesenta del siglo pasado, que el Derecho no es otra cosa sino un objeto tridimensional compuesto de hechos, valores y normas, y no sólo se compone de meras fórmulas convencionales caprichosas, pues siempre responde a valoraciones sociales, es decir, a un conjunto de “dignidades” representadas por derechos valiosos como la libertad y la igualdad, superlativamente.
De lo contrario, si sólo la ley exterior fuera por sí misma un objeto que se impusiera al Derecho mismo, entonces podrían disponerse normas dentro de las leyes legisladas que autorizaran el uso de la fuerza del más poderoso sobre el más débil, o la arbitrariedad de que la autoridad pudiera determinar, utilizando los procedimientos que se le diera en gana (es decir, discrecionalmente), cualquier acto de molestia sobre los bienes y derechos de las personas de forma unilateral. O, en el extremo, resolver, de manera sumaria, a quién se le puede quitar la vida y a quién no.
|
La Ética o, mejor dicho, la Filosofía Moral, entiende que hay una línea de valores como la vida, la dignidad, la libertad y la igualdad, que anteceden e informan a los órdenes jurídicos nacionales, estatales, regionales o provinciales creados por los congresos o parlamentos, llenándolos de contenido humano porque esta sustancia -el valor humano- es preexistente al Estado y a la Ley. Ambos campos, entonces, se influyen y se necesitan recíprocamente: las valoraciones humanas, intuitivas o no, permanentes o relativas, como las antes mencionadas, si son valiosas en sí mismas, requieren, sin embargo, de protección; luego entonces, si los derechos humanos son valiosos, se necesitan leyes que establezcan su protección. ¿Sí o no? |