Nuestra demografía es inmensamente más grande que nunca: en el cambio de milenio la ONU estimaba que la población mundial era de poco más de seis mil millones de personas, en 2010 más de siete mil, en 2018 casi ocho mil y se calcula que al 2030 seremos 8,500 millones. Si estimamos que en el núcleo de la sociedad habitan relaciones jurídicas, relaciones de poder y concepciones sobre valores y principios éticos, no es difícil apreciar porqué vivimos tiempos de cuestionamiento sobre la actuación de ciudadanos, autoridades e instituciones, y sobre la complejidad de una convivencia que se torna tremendamente complicada.
En algunas partes ha renacido la idea antigua de que el poder nace, precisamente, de la circunstancia de que hay diferencias entre las personas y siempre será “el poder del más fuerte”, sin más, porque se dice que el ejercicio de la fuerza se justifica a sí misma y, en consecuencia, la idea de “bueno” y “malo” se vuelve relativa, a la medida de la mayor o menor fuerza o capacidades que se posean. La idea es tan vieja como el diálogo de Platón sobre “La República”, donde Sócrates debate la inconsistencia de ese argumento. Pero lo vemos reeditado en innumerables momentos actuales. Un ejemplo basta: el único país que no acata resoluciones internacionales igualitarias, equitativas o de reconocimiento de derechos de esta naturaleza es EUA, que presume de ser el ícono de la libertad y la democracia, y donde históricamente habita uno de los racismos más fuertes que se puedan observar. Las personas de piel morena o negra y los migrantes, conocen muy bien esta realidad lacerante. No es el único país, por supuesto, pero es el que más brilla con luz oscura en este campo.
Cuando al poder salvaje se le oponen elementos éticos y valoraciones humanitarias sobre la condición de las personas, y sobre la innegable existencia de una cauda de derechos humanos intrínsecamente pertenecientes a nuestra existencia, incluso antes del propio nacimiento, se recurre a la necesidad de incorporar en un régimen jurídico dos cosas, al menos: (1) el imperativo de reglar al poder salvaje para volverlo poder normado; y, (2) fundarse en valores amplios sobre libertades, igualdades, equidades y democracia para dar sentido humano y social al control del poder por medio del Derecho y las instituciones de la democracia.
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La cultura moderna -o posmoderna, si se quiere- precisa de una ética pública, de un tipo democrático de poder político y de un derecho que convierta en reglas jurídicas aspectos valiosos de las relaciones humanas: la vida, la dignidad, el honor personal y familiar, el respeto entre personas y entre naciones y la solidaridad social. Poder, Ética y Derecho son una tríada indisoluble, pero frágil si no se alimenta de la concordia y la tolerancia mutuas: ¿Quién es perfecto? ¿Quién es infalible? O, en sentido diferente: ¿Quién no ama? ¿Quién no es capaz de condolerse o de sufrir por sí mismo o por los de a lado o los de muy lejos?
Para los miles de millones de personas que habitamos esta enorme casa llamada mundo, el verbo “convivir” no es nada más una aspiración, es una necesidad, porque el mundo se “empequeñece” cuando, al ser más personas, hacemos descender la flora y la fauna y la riqueza natural aparejada a ellas. El Poder, la Ética y el Derecho, más que espacios de debate intelectual por supuesto útil, son herramientas o instrumentos sociales de concordia. ¿O no? |