Primero pánico, en forma de miedo súbito o terror irracional, y después huida o escape, son las conductas reactivas más inmediatas que Walter Lederman refirió en la conferencia inaugural del Congreso Chileno de Infectología de 1996, en Viña del Mar, al comentar algunos de los efectos de las epidemias en los seres humanos. Y sólo después de la sorpresa, desazón e inseguridad iniciales -donde, incluso hoy, se presenta la invocación de ideas de “castigo” divino o de perfil apocalíptico- sucede el momento de reflexión racional de búsqueda de causas objetivas y condiciones materiales que expliquen el origen y expansión epidémica, o sus alcances pandémicos como los que vivimos actualmente con la enfermedad del Covid-19.
Pero el fenómeno epidémico es antiguo. Tucídides, en su Historia de la guerra del Peloponeso, ocurrida entre Atenas y Esparta en el siglo V a. C., da cuenta de la epidemia (peste negra) que diezmó sobre todo a la población ateniense y que fue un factor de explicación de su ulterior derrota. Ahora bien, como prueba histórica de la letalidad de las enfermedades contagiosas, con seguridad las dos pandemias continentales más impactantes han sido las de también peste bubónica (peste o muerte negra), ocurridas en Europa en dos periodos separados: la primera en el siglo VI y la segunda en el siglo XIV, d. C. Aquélla duró alrededor de sesenta años y, ésta última, sucedida en el periodo 1347-1382, hasta donde se puede estimar demográficamente, alcanzó la pavorosa cifra de 25 millones de muertes, aunque los datos no son exactos por la carencia de fuentes o registros de cobertura amplia, y su mortalidad se ha estudiado mediante técnicas demográficas específicas.
Al preguntarse sobre la fractura poblacional o crisis demográfica de mediados del siglo XIV, en Europa, Romano y Tenenti (Fundamentos del mundo moderno) apuntan que “…la de 1348 no es una desgracia imprevista. Un conjunto de epidemias sensu lato -y, sin duda, no sólo la peste entendida médicamente- pesa, con frecuencia y continuidad, mucho más que algunas de aquéllas de cuyo dramatismo son elocuentes testigos los cronistas”; con alusión expresa a los efectos de la carestía de alimentos, por crisis agrícolas que sucedían antes o después de una epidemia, en combinación con infraestructura hidráulica nula y deplorables condiciones de higiene, que debilitaban, generacionalmente, a las poblaciones e incrementaban su susceptibilidad al contagio.
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E. A. Wrigley, en su Historia y Población, obra clásica de Demografía Histórica, encuentra y documenta en las sociedades preindustriales europeas una fuerte implicación o interrelación entre epidemias, hambrunas y guerras, que producían drásticas fluctuaciones poblacionales a la baja, y que: “En años malos la población de una localidad podía llegar a veces a conocer tasas de mortalidad hasta del 200, 300 y aun 400 por 1000”. Por intuición, deducción o conclusión, frente a estas funestas experiencias, desde entonces se sabe que el aislamiento (por encierro o escape) o la cuarentena (acotamiento del periodo de contagio) son medidas que, antes que las de tipo médico estrictamente hablando, se practican o instrumentan para evitar el contagio y su consecuencia más temida: la muerte de personas en alto número. Seguiremos… |