Están los aspirantes a punto de turrón en este mes penúltimo de un año imposible, que no se quiere acabar. Saben que en enero vendrán los humos blancos del partido oficial y sus dilemas, de las coaliciones y sus promesas de regreso, de los partidos nuevos y sus incógnitas.
Y con el nuevo año, también el inicio de las precampañas, del acercamiento con las pretendidas militancias, de la dicha inicua de ser el centro de la atención, de tener el don de mando, de ser la persona más importante del evento.
Ahora es el tiempo de la negociación, del cafecito en un lugar discreto para hablar de condiciones, de comités y planillas, de los costos inenarrables de las campañas.
También es la época en que se reciben las palmadas de los amigos sinceros que te dan su mano franca y de los crueles que te ofrecen la hipocresía de sus falsos deseos.
No es el tiempo del amor sino el del desengaño (pero ay, cómo fue cruel la incertidumbre), de la victoria interna, efímera, que te lleva a una nueva tarea de Hércules: el registro, la campaña, los gastos...
Diseñar la estrategia, innovar para que todo siga siendo igual, escribir y decir discursos iguales a los de siempre (¿pero innovadores?), hacer el slogan, diseñar el logo, mandar a hacer los utilitarios.
No hacer mítines porque la pandemia no nos deja.
Dejarle al Internet la tarea de que lleve nuestro discurso a las masas ciudadanas.
Subir y bajar. Pensar que las 24 horas del día, con sus 1,440 horas y sus 86,400 segundos no alcanzan para nada; que los 30 días de campaña son insuficientes para recorrer todo el municipio, con tantas congregaciones y comunidades, con tantas casas y familias que visitar, y tantas cosas que decirles para que vayan a las urnas y voten por nosotros, que somos los mejores, los más honestos, los incorruptibles.
Y todo así hasta que llegue ese primer domingo soñado de junio del año entrante y con él tal vez el triunfo y la celebración y los nuevos sueños.
Porque ahora sí vamos a hacer un buen gobierno, van a ver…
sglevet@gmail.com |