Bueno, pues todos los días que se encontraba a su compañero. Nuestro personaje lo saludaba con un grito estentóreo:
—Adiós, ¡abogado sin título!
El pobre se iba mascullando respuestas casi en silencio, pues era verdadero lo que le espetaba el otro.
Así, pasaron semanas y meses, y el saludo se volvió una costumbre.
Pero es de los jarochos el tener ingenio, y nuestro humilde tinterillo dio por fin con la respuesta adecuada para el soberbio. Esperó varios días, hasta que llegó uno en el que el hombrón estaba rodeado de un nutrido grupo de amigos en la plaza. Vio venir al desgraciado, hizo una pausa para que se diera el silencio, y volvió con su cantaleta:
—Adiós, ¡abogado sin título!
La satisfacción de quien ha sido tocado por la fortuna gracias al fácil expediente de la herencia se reflejaba en el rostro mofletudo del señor licenciado en Derecho.
El aludido escuchó el saludo, se detuvo, hizo también su pausa, llamó la atención de todos y le contestó con voz diáfana:
—Adiós, ¡título sin abogado!
La anécdota pinta una realidad de nuestro sistema educativo, que por falta de adecuados métodos de evaluación hace que egresen y obtengan su título profesional estudiantes que no tienen la menor idea de lo que deberían dominar: comunicólogos que no saben escribir, abogados que no saben litigar, médicos que no saben inyectar, ingenieros que no saben calcular, administradores que no saben organizar…
Muchas de nuestras escuelas son un fracaso en ese sentido, porque los alumnos salen de ellas sin las habilidades ni los conocimientos necesarios para enfrentar la realidad y sus batallas, porque el conocimiento es la mejor arma para guerrear contra el mundo y ellos salen prácticamente desarmados.
Cuántos títulos sin licenciado pululan en nuestras oficinas públicas, en las grandes empresas y en las actividades sociales; profesionales falsos que no garantizan resultados más o menos convenientes.
Mientras eso no cambie, seguiremos siendo un país de reprobados… por la vida.
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