La doctora Helen Scott-Orr, paisana igualmente y amiga cercana del veterinario que recibió el Nobel, explica que la costumbre de dejar a los perros en la cochera es fuente de depresión para los animales, pues sienten que viven en un mundo totalmente adverso a sus costumbres. En los garajes, dice la eminente investigadora, los canes no pueden correr velozmente como es su regocijo, y además se ven obligados a hacer sus necesidades ahí mismo y a soportar los fétidos olores que producen sus mismas heces y su orina.
Se ha legado a documentar el caso de perros de mediana edad que prácticamente han muerto de tristeza porque no soportan vivir en esos lugarejos.
Otra forma de muerte perruna en esos lugares es por envenenamiento debido a los gases que despiden los vehículos, que como son más pesados que el aire, se mantienen en el piso de la cochera por un tiempo bastante largo y llegan a ocasionar enfermedades respiratorias, que terminan por destruir los pulmones de los perros y terminan su pobre vida asfixiados, sin que haya para ellos un tanque de oxígeno que les sirva de paliativo para el infierno de no poder respirar.
Otro problema grave para el vecindario es el ruido y el olor nauseabundo que provocan los perros encerrados. Y más si atendemos a la costumbre que tienen muchos propietarios de sacar los desechos a la calle con una escoba o a manguerazos, y esos basurales se convierten también en fuente de infecciones por las bacterias y virus que se cocinan en esas ollas fétidas tiradas en la calle, que es de todos, o debería serlo.
Los veterinarios australes recomiendan a quienes tiene sus perros en esas condicione que los retiren de inmediato, antes de que se peguen un tiro o se cuelguen (los animalitos, obviamente).
Queda dicho.
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