En su análisis, Schmidt ha descubierto que si el chiste lo hace alguien “de casa”, hay cierta aceptación. Por ejemplo, en Estados Unidos un negro se puede dar el lujo de usar la expresión “nigger” hacia otro negro y no se percibe tan insultante como cuando la emplea un blanco.
Y miren esto que afirma: para “los que lo dudan sobre el peso y reacción ante el ‘agravio’ hay que recordar el ataque contra Charlie Hebdo en París después de publicar caricaturas sobre Mahoma. Un judío mesiánico me dejó de hablar después de contarle un chiste sobre Jesucristo (Yehoshua). María le dice a José: Ya supéralo, solamente fue una vez.”
No obstante, recuerda que siempre se pueden contar chistes en contra de los diputados. “Ahí si todos los cuenta-chistes se encuentran a salvo. No encontraremos a alguien que se ofenda si nos burlamos de los políticos, presidentes y toda la fauna que se cierne vorazmente sobre la humanidad, pero hay de aquel que cuente un chiste sobre judíos, gallegos, argentinos en el lugar y momento inadecuados.”
Dejo a Samuel la palabra hasta el final:
“El chiste es catártico, ayuda a mover los humores, estimula los músculos y a su paso deja placer, excepto cuando no lo hace.
“El chiste no es una agresión personal a menos que se lo disparen a uno directamente, incide en estereotipos y arquetipos y al identificarse uno con lo agredido se convierte en afrenta personal.
“Vivimos en una época difícil, domina la posverdad y el poshumor, estamos rodeados de odio e intolerancia y nos molesta todo aquello que rebasa la línea aunque sea un poquito, porque a final de cuentas el que tanto es tantito se ha reducido a cero tolerancia.”
Una mujer se viste bien para ir de compras, regar las plantas, tirar la basura, contestar el teléfono, leer un libro e ir al correo.
Un hombre se viste bien para ir a funerales y bodas.
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