Él piensa en sus sueños de fuga que históricamente repite en su persona el modelo de los líderes que encabezaron las revoluciones sociales del siglo XX. Se siente un Lenin redivivo, un Mao de bronce, un Fidel Castro luchador. Los 30 millones de votos con los que ganó la elección de 2018 tuvieron dos consecuencias; que se convirtiera en Presidente de la República y que pensara esquizofrénicamente que había conquistado el poder de la misma forma que sus héroes comunistas, a través de una insurrección popular.
Pero no. Lo cierto es que Morena, por más que tenga el nombre, y su fundador y Patriarca así lo repita hasta el hastío, no es un movimiento, sino un partido político.
Y Andrés Manuel no ganó ninguna revolución, sino una elección democrática, en la que los ciudadanos se volcaron a votar en contra de los partidos que habían sustentado la corrupción por muchas décadas.
En México no hay ningún pueblo levantado en armas en contra de un régimen que hubiera terminado con las libertades sustanciales. Hubo hace cuatro años un conglomerado de votantes que fueron a las urnas a pedir que se salieran del manejo de los presupuestos públicos quienes por tantos años los habían dilapidado.
En la historia del mundo no ha habido nunca ningún movimiento popular que nutriera sus filas con simpatizantes ganados a través de un pago bimestral, de una beca, de un apoyo mediante una tarjeta de bienestar.
Las revoluciones las hacen los desesperados, no los ciudadanos molestos por el robo en despoblado de una caterva de funcionarios.
Por eso los mexicanos no quieren que se cambie la Constitución ni que desaparezcan las instituciones. Por eso están a favor de lo que determina la Suprema Corte, aunque el Yo Supremo diga lo contrario. Solamente quieren un Gobierno que haga las cosas bien y con honestidad.
Y eso no lo ha ofrecido para nada la 4T.
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