El primero es del poeta de Orihuela Miguel Hernández, que nació en 1910 y murió en una cárcel española debido a las condiciones insalubres en que lo tuvieron por órdenes expresas del sátrapa Francisco Franco. Vean de qué tamaño era su dolor:
Umbrío por la pena, casi bruno,
porque la pena tizna cuando estalla.
Donde yo no me hallo, no se halla
hombre más apenado que ninguno.
Pena con pena y pena desayuno.
Pena es mi paz y pena mi batalla.
Perro que ni me deja ni se calla,
siempre a su dueño fiel, pero importuno.
Cardos, penas, me oponen su corona.
Cardos, penas, me azuzan sus leopardos.
Y no me dejan bueno hueso alguno.
No podrá con la pena mi persona
circundada de penas y de cardos.
¡Cuánto penar para morirse uno!
Y un soneto de José Emilio Pacheco, el poeta mayor de México:
¿Qué va a quedar de mí cuando me muera
sino esta llave ilesa de agonía,
estas pocas palabras con que el día,
dejó cenizas de su sombra fiera?
¿Qué va a quedar de mí cuando me hiera
esa daga final? Acaso mía
será la noche fúnebre y vacía
que vuelva a ser de pronto primavera.
No quedará el trabajo, ni la pena
de creer y de amar. El tiempo abierto,
semejante a los mares y al desierto,
ha de borrar de la confusa arena
todo lo que me salva o encadena.
Mas si alguien vive yo estaré despierto.
Caray, qué rico es no hablar de los desvaríos del Patriarca ni de la estolidez del dictadorcito local.
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