Pero no.
Resulta que esos 150 mil perros, que podríamos considerar jarochos porque tienen una residencia efectiva aunque no hayan nacido todos acá, la pasan por lo general mal, muy mal.
Un amigo que se dedica a entrenar perros me confiesa que la mayoría de las personas que tienen una mascota en casa no tiene idea de cómo tratar a los animales.
—Se necesita más que el antojo de tener un perro en casa —me explica—, porque su cuidado requiere una capacitación especial, mucho esfuerzo y una buena inversión en el mantenimiento. Considera por ejemplo lo que cuesta un bulto de croquetas, las visitas a la clínica veterinaria, los cortes de pelo, los baños, las desparasitaciones, las vacunas, el tributo a los paseadores… es una pequeña fortuna en verdad.
Tener perro se considera un signo de status y por eso muchas gentes que sienten que mejoraron su condición económica -sea cierto o no- piensan que como ahora perciben que subieron algún peldaño en la escala social deben tener una mascota, “como lo hacen los riquillos”.
Van entonces y compran un perrito, o lo adoptan, o lo recogen de la calle. Y ahí empieza la cantaleta: primero hay que llevarlo a bañar y a que le quiten las pulgas y todos los parásitos que trae, comprarle la perrera, la camita, la cobijita, los juguetes y los platos; después hay que adaptar un espacio para él, que considere su territorio.
Pero resulta que en la casa hay un jardín minúsculo en el que no cabe el pastor alemán o inglés o belga que se nos ocurrió traer a casa.
Ahí nos damos cuenta de que cometimos un error. Entonces el animal se la pasa solo, con hambre y frío, lloriqueando y ladrando con furia a cuanto pobre mortal se le acerca.
Tener perro no es cosa sencilla, y mantenerlo callado es una verdadera cruzada.
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