Eso sí, se preciaba que nadie nunca en tantas horas de capacitación culinaria logró enseñarle ni a freír un huevo.
Si alguien quería comer bien y sabroso (¿te acuerdas, Elsy?) Sólo tenía que acercarse a Fito e irse a recorrer fondas escondidas, loncherías nebulizadas, restaurantitos de cuarto y de medio pelo, y grandes mansiones gastronómicas. Y en todas ellas Fito se desempeñaba como el más sabio y el más querido y como el más de casa, al grado que sabía pedir lo insólito, que se convertía en un manjar digno de cualquier maharajá hindú.
Entre sus trofeos mayores estaban los chiles en nogada de su querida amiga, la mejor, Duly Hernández, que cada septiembre Fito cacareaba como los mejores del mundo, y no iba muy desencaminado.
De Fito se puede decir que hizo de la desfachatez una virtud periodística y que fue fiel a su divisa sin importarle los recatos ni las vergüenzas que llegaba a causar a los demás, porque él nunca conoció la suya propia. Como buen veracruzano, sabía reírse de sí mismo y celebrarlo como una fiesta (cosa que nunca han aprendido, por poner ejemplo, las personas de Zacatecas).
Los Tuxtlas recibieron sus restos mortales ayer y la memoria lo más destacado de su obra y de sus enseñanzas, porque fue maestro para muchos y amigo para todos.
Y de sus amigos, hoy le llora también Pompeyo Lobato Ortiz, su compañero y jefe por décadas en El Dictamen y coautor del programa Alegre Veracruz, que en Facebook muchos no nos perdíamos porque sabíamos que íbamos a recibir de ellos diversión, información y enseñanza.
En el Grupo de los Diez recordamos a Fito como nuestro comensal que llenaba de afecto las reuniones. Gracias a él supimos muchas cosas de la comida y de Veracruz, y ahora pasaremos a extrañarlo como el gran periodista que fue. Su silla permanecerá vacía en lo físico, pero llena de tantos recuerdos y anécdotas que seguiremos contando en su memoria.
Descansa en paz Fito.
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