Sin embargo, y en honor a la verdad, no solamente las autoridades estadounidenses vejan, humillan, agreden y violentan a los migrantes indocumentados. En México no tenemos nada de qué presumir. Poca o ninguna autoridad moral tenemos para exigir.
Incontables historias se han relatado sobre el verdadero infierno que padecen los migrantes, en su mayoría centroamericanos, para cruzar México en su afán de llegar a los Estados Unidos. Allá los maltratan y los sobajan. Pero aquí los asaltan, los violan y los matan, sin que en ningún nivel de gobierno les importe un bledo esta situación, que es pública, bien conocida su magnitud y perfectamente identificada en su zona de mayor incidencia geográfica.
Veracruz, para no ir muy lejos, es paso obligado de migrantes centroamericanos al ser ruta del ferrocarril que los conduce al norte del país, conocido como “La Bestia”. Varios periodistas de investigación de la entidad han documentado cientos de las historias de violencia y horror que sufren. El sur y el centro del estado sirven como una gigantesca fosa para los miles de cuerpos de quienes cayeron víctimas de la delincuencia o de las propias autoridades, restos que nadie nunca va a reclamar. La violencia es monstruosa porque la impunidad es peor aún. Reproducción trágica del mal endémico de este país.
El Gobierno de México tardó varios días en fijar una postura ante la medida fascista de Donald Trump luego de que se conociera en toda su real dimensión. Apenas una tibia condena en forma de nota diplomática del canciller Luis Videgaray, justificada en el hecho de que “menos del uno por ciento de los casos corresponde a menores de nacionalidad mexicana”. Como si por ello fuera menos detestable el hecho.
No es de extrañar la abulia gubernamental. No tienen cara con qué reclamar nada. Las abominaciones cometidas contra los migrantes son vergonzosamente compartidas por ambos países.
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