Mahatma Gandhi
Sumidos en nuestro miedo, intentando parecer indiferentes antes que vulnerables ante las fragilidades que nos agobian en lo individual, lo familiar, lo social, parece acentuarse la incapacidad para reconocer a los otros, para establecer puentes de respeto, para orientarnos bajo conductas cívicas que ayuden a salir de la compleja condición de deterioro social en la que nos encontramos.
La intolerancia se ha vuelto moneda de cambio en nuestra vida cotidiana. Poco o nada parece tocar a las mayorías del país para buscar espacios de encuentro, prefiriendo señalar y descalificar al que piense u opine distinto, al que sea diferente de lo que miro en el espejo de mi egoísmo.
Entretanto, en las benditas redes sociales se vive la paradoja que ofrece la vida virtual. Por una parte, a veces simulando ser lo que no somos, o encubriendo la tragedia de la soledad, se buscan afanosamente “likes” vacíos de contenido real, que se traducen en el símil de la aceptación social. Por otra parte, refugiados en el anonimato o el espacio de lo impersonal, se puede participar en lapidaciones sumarias, escarnios, difamaciones e intransigencias mayores desde las redes, donde se suelen vaciar complejos y debilidades.
Ya no se puede escapar de la virtualidad reconociendo todas sus virtudes, pero privilegiarla como espacio de convivencia es un despropósito humano. Vivir en la virtualidad es aprovechar la posibilidad de gozar de todo aportando muy poco; también puede utilizarse como refugio ante la inseguridad o como fuga ante nuestra incapacidad de socializar, de reconocernos en la posibilidad de encuentros reales que nos muestren efectivamente con nuestros deterioros, nuestras humanas aristas, nuestras fortalezas y debilidades.
Al final del día, la intolerancia acampa de la mano de la indiferencia para aquello que muestra nuestra vulnerabilidad, lo que nos es humanamente consustancial, en la pertenencia en una sociedad que bipolar, se mueve entre la esperanza y el pesimismo, sin acusar recibo de la importancia de construir para todos, una idea de tolerancia social que nos permita trascender los oscuros días que vivimos. Exigimos para nosotros lo que no estamos dispuestos a dar, respeto y tolerancia.
La intransigencia, la violencia de todo tipo parecieran ser reglas que identifican la naturaleza de nuestro presente. Con ellas medimos los éxitos, las capacidades, la fuerza que rige la vigencia de esta vida que tenemos, la social y la individual. Gozar de las prerrogativas implica que otro las pierda, el juego de suma cero en la ley de la selva, pues el espacio de pensar en los otros acaso se reduce a la familia nuclear, a veces ni a eso. Ni hablar de los círculos más amplios que sufren los embates de la polarización y acuden a la irascibilidad, al ultraje como método irracional de respuesta.
Caminamos senderos muy sinuosos pues los tiempos van siendo cada vez más oscuros. Abrigar la esperanza de modificar lo que ahora padecemos requiere que en el ámbito privado nos exijamos mucho más de lo que hemos hecho hasta ahora social e individualmente. En el ámbito público debemos de participar en la exigencia de que los gobiernos cumplan democráticamente y cancelen cualquier intentona autoritaria; exigir que los problemas se atiendan, superando el voluntarismo y la retórica, atemperando la obstinación de no respetar la diferencia y la crítica; exigir rutas claras que signifiquen planeación y reconocimiento a la capacitación y la experiencia.
DE LA BITÁCORA DE LA TÍA QUETA
Legionarios de Cristo: Sigue saliendo la bendita legión de violadores y encubridores
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