Historiadores, epidemiólogos y demógrafos señalan a la peste negra del siglo XIV, con un estimado de 25 millones de muertes equivalentes a la tercera parte o poco más de la población europea de entonces, y a la gripe española de principios de siglo XX, con 40 millones de fallecidos, como las epidemias más letales que compartirían el tétrico primer lugar entre las enfermedades más devastadoras de la historia conocida. Tan sólo aplicar la cifra porcentual de una tercera parte a la actual población de nuestro país, sería tanto como imaginar una tremenda mortandad de 37 millones de personas. Sin embargo, por supuesto las condiciones son totalmente diferentes ahora y el propio Covid-19 se encuentra muy lejos de adquirir esas proporciones gigantescas, porque, literalmente, todos los países del mundo han adoptado medidas emergentes de salubridad, higiene, restricción y aislamiento, como nunca se habían observado en el orbe. Pero la historia de las epidemias está ahí para recordarnos lo que sucede cuando no se toman y acatan medidas inmediatas y eficaces, independientemente de factores de difícil manejo como el desconocimiento, el descuido, la incredulidad o la desobediencia llana ante los síntomas de la enfermedad y la alarma de su contagiosidad. Como anotamos en nuestra primera entrega sobre este tema, la conciencia individual, familiar y comunitaria constituyen la mejor “vacuna” social para prevenir la enfermedad y abatir su letalidad. De lo contrario, nadie podría imaginar los alcances catastróficos de una epidemia/pandemia sin control. Los ejemplos ocurridos en el pasado siempre son una muestra objetiva de la difícil y permanente convivencia del hombre con las enfermedades de potencial epidémico.
En el año de 2018, la Coordinación Nacional de Protección Civil del país hizo un breve recuento de las epidemias prehispánicas y de las sucedidas después de la conquista en el territorio indígena de lo que hoy es nuestra nación. La evidencia pictográfica precolonial habla de posibles catarros, difteria y enfermedades respiratorias en el siglo XV; y ya con la guerra de conquista, para el siglo XVI, enuncia las enfermedades europeas de viruela, sarampión y gripe, así como de cocoliztli (al parecer, salmonelosis), paperas y tabardillo. Para el siglo XIX se documentan tifo, cólera y fiebre amarilla; y a principios del XX, peste bubónica, influenza española y paludismo. Pero, sobre todo, frente a la tesis homicídica de que el brutal despoblamiento de Mesoamérica se debió a las espadas españolas, se ha reformulado la tesis epidémica de que las enfermedades, para las cuales los naturales no tenían protección biológica, son causa importante del quebranto poblacional indígena. Lo cierto es que la crisis demográfica de epidemias y hambrunas hay que atribuirla a una “combinación” de esas tesis y alguna otra, para explicar la brutalidad de las cifras: según Cook y Borah, de una población autóctona en el México central de 25.2 millones de personas en 1518, se habría pasado, hacia 1568, a tan sólo 2.65 millones, para disminuir, a fines de siglo, a la espeluznante cifra de 1.4 millones. Diversos investigadores y especialistas coinciden en señalar este drama poblacional de efectos humanos dramáticos en nuestro pasado… Así, la historia es un referente siempre útil para que no podamos permitirnos, ni humana ni socialmente, que la pandemia que actualmente está entre nosotros produzca cifras espantosas. Las pérdidas serían irrecuperables. Cuidémonos, el Covid-19 es una enfermedad real y temible. Cierto. |