A ver linda dime, qué tengo en la agenda de la semana. Maricrisis -así le llamaba porque aún dopada andaba con el estrés al máximo- le leyó una sintética lista de pendientes a su jefecito. El peluquero, la manicurista, un desayuno con su contador, y una llamada a su médico, al que acudía sólo para saber si sentirse bien, era saludable. Y es que mal mirada, la salud en México es sospechosa: Si se tiene una diarreita después de abusar de las carnitas; bien; un catarrito luego de una larga noche de juerga, perfecto; dolor de cabeza por cambiar de whisky blended a single malt, normal; agruras por recetarse el tomahawk con tuétano en el nuevo restaurante sugerido por Gourmand, clásicas, pero ¿no tener padecimiento alguno? Esto es un claro síntoma de abandono del mundo a una estrella en plenitud. Hay que moverse más, pensó, el lunes le llamo al huevón de mi agente.
En la agenda había un recordatorio especial: le tocaba el refuerzo de la vacuna. Rápidamente le dio indicaciones a su asistente al tiempo de hacerle una seña con la mano para que se acercara. Tras manosearla burdamente le dijo: ¿recibió tu abuelito la insulina que le mandé? Maricrí, ruborizada por dónde tenía la mano metida Sugar, asintió para escuchar un “que bueno, no se nos vaya a morir con la escasez que hay ahora de todo”. Acto seguido le señaló el sofacama al que ella se dirigió sin balbucear siquiera. Sugar duró en su inmunda agresión 30 segundos. Una hora después, la chica de tan sólo 20 años, ya tenia los boletos en business class para los dos “vente conmigo, no me vayas a contagiar”-le había dicho impositivo hacía tres semanas-, una mesa apartada en Morton’s “es que me encanta la carne japonesa” y la reservación de su suite en el hotel de siempre, en Coconut Grove, Miami.
Rumbo al aeropuerto, el tráfico era lento y su chofer, más lento. Sugar pensaba viéndolo tras el vidrio separador: “lo voy a correr cuando llegue, me vale madre que tenga familia numerosa y a su abuelo con respirador”. Al llegar a una esquina, su coche, un Mercedes Maybach S 600 hizo el alto. Mientras tomaba recostado en el asiento trasero un aromático Kopi Luwak, se quedó viendo con curiosidad una larga fila de gente fuera del hospital general y, en especial, a tres viejos gordos, con pelo entrecano al estilo vagabundo, vestidos de Santaclós, que estaban sentados en unas viejas sillas de plástico, a unos 150 metros de la entrada del nosocomio.
Tras una corta espera en la sala VIP y un placentero vuelo de dos horas, pasaron migración en módulo especial y de ahí, una camioneta ejecutiva los llevó al exclusivo restaurante que ya tenía lista su añorada mesa. Compartieron unos camarones tigres gigantes de Indonesia y unas rebanaditas de filete Kobe a la plancha de sal, exótica cena acompañada con un Vega Sicilia Único. Su plática, simple agresiva. Tras pagar el equivalente de lo que ganaba su asistente al mes, se trasladaron a “su segundo hogar”.
Tras sodomizar a Maricrisis, quien ahogó sus tristes gemidos de dolor los treinta segundos que duró el ataque, se metió al jacuzzi un buen rato con la muchacha a quien siguió mancillando y se acostó desnudo, en su inmensa cama, solo. No le gustaba la compañía. Durmió bien, temprano, porque “tendría” que madrugar.
A las 10 de la mañana, la jovencita lo despertó con su exótico café y ya en la salita lo esperaba el desayuno: huevos florentinos y dos copas con mimosas de Moet. “Me encanta la naranja de Florida, la mejor” -exclamó-. Mientras desayunaba, sintonizó las noticias del clima junto a un pequeño resumen de la pandemia y unas palabras de Biden burlándose de la vacunación mexicana. No pudo evitar reírse y recordó la patética fila de aspirantes a una vacuna, por parte del gobierno transformador.
A las once menos diez, cruzó la calle hasta una farmacia CVS y se formó, un poco con disgusto, tercero en la fila para vacunarse. A los seis minutos, se sentó en un reservado, mostró su pasaporte y le inocularon la segunda dosis contra el COVID. Tras diez minutos de shoping en los que incluyó tres cajas de Viagra Extra americano “este sí funciona”, Lactaid para la intolerancia a la lactosa, y unos curitas para los dedos de la mano especiales para golfistas, pagó con una tarjeta unos cuantos dólares y salió del establecimiento francamente cansado del trámite. “A ver cuando otro jueputa chino se traga otro murciélago” pensó enfadado, sobándose el brazo.
Con desgano se subió junto con su ayudante a la camioneta, se dirigieron al aeropuerto y tuvo que desandar lo andado el día anterior con su permanente cara de hartazgo. Ni siquiera se metió a un duty free.
Ya en su coche, con el humilde chofer (que esa noche sería desempleado) al volante, le dijo a Maricrís, que se tomara la tarde y que le mandara a su amiga, la de 18 años, que andaba desesperada por un préstamo para que su padre desempleado no perdiera su casa. “Dile que si coopera, soluciona su problema”, me muero por probar los nuevos viagra extra. Tras quince minutos de trayecto, pasó junto al hospital y quiso la suerte que se detuvieran por el tráfico, junto a los santacloses que emocionados ya estaban cerca de la entrada. Reían, bromeaban, tomaban refresco. Sugar, bajó el vidrio y llamó a uno. Le preguntó por qué estaba vestido así a lo que el cansado hombre, de unos 70 años, contestó: en la Navidad chambeamos en la Alameda para las fotos con los chamacos y es la única ropa que tenemos para el frío. El peluche calienta rico. Llevamos dos días pero ya nos dijeron que hoy, con suerte, nos toca. Estamos preparados por cualquier cosa, y le mostró orgulloso una bolsa con papitas y refresco. Cansados pero vacunados, concluyó animoso el anciano.
Sugar se le quedó mirando y le dijo solidario, sí, la verdad, “que cansado es esto de vacunarse”. |