Una de aquéllas es que visitó alguna vez como Presidente nuestra tierra, invitado por el gobernador Fernando López Arias para inaugurar obras en el Puerto. Pero resulta que ese día muy temprano entró en Veracruz un norte que echó a perder la grata naturaleza de que gozamos casi todo el año (si nos gusta el calor, digo).
Era tal el ventarrón, que la comitiva presidencial se las vio negras para aplacar los efectos de Eolo (o Ehécatl, para nombrar mejor el dios mesoamericano). Don Fer -chaparrón, morenazo, la boca surcada por una fea cicatriz- se acercó a don Gustavo y le dijo:
—Disculpe, señor, pero los días están muy feos.
El sátrapa le contestó a botepronto:
—Mire, Gobernador, es cierto que los Díaz están muy feos… ¡pero los López no se quedan atrás!
Mi amigo Marco Antonio Figueroa Quinto nos recordaba apenas ayer cuando, a raíz de que había sido nombrado embajador de nuestra República en España -apenas comenzado el sexenio de José López Portillo y todavía con la impronta del poder de Luis Echeverría en muchas instituciones nacionales- que antes de irse iba a pasar a una revisión con un oftalmólogo. Un reportero le preguntó si padecía de la visión, y él le contestó:
—Sí, amigo, ¡Veo dos presidentes!
Todo este recorrido ha sido para tratar de llegar a la conclusión de que el funcionario que hace gala de su simpatía, es un personaje con el que se deben tener todos los cuidados. La sonrisa del poderoso puede esconder -y lo hace a menudo- muchas malicias y desgracias para el débil o el oprimido.
Es como el león, que ronronea antes de engullirse a su víctima.
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