El desarrollo de las administraciones gubernamentales de orden nacional es un fenómeno o modelo construido, propiamente, durante los siglos XIX y XX, primero en la zona insular británica y en los países europeos de la zona centro y norte de ese continente, así como en los Estados Unidos de América, que después fue amplia y paulatinamente generalizado en las latitudes de corte culturalmente occidental. Adquirió la denominación de “administración pública” desde principios de la centuria pasada, hasta hacerse un concepto casi coloquial, con el sentido de población estatal o de administración “ejecutiva”, por cuanto a que no legisla ni juzga, sino que administra, dirige o ejecuta acciones de gobierno -amplio o restringido, según el caso- a manera de autoridad que se sitúa de frente y ante los ciudadanos para, en principio, colmar -o intentar colmar- el cumplimiento de funciones orientadas, primariamente, hacia el bienestar de la población, entendido esto bajo criterios de dotación de salud, trabajo, educación y vivienda (la llamada seguridad social), pero también de seguridad nacional (integridad externa del territorio y de la población) y seguridad pública (integridad interna de la paz y el orden públicos), conforme a criterios de igualdad, libertad, justicia y dignidad, es decir, los denominados aspectos éticamente “valiosos” de hoy día.
Esas son las líneas teóricas y discursivas que justifican el esquema “democrático de gobierno y de división de poderes” instaurado y, por eso, el conocimiento de la administración pública admite enfoques sociológicos, politológicos o jurídicos, entre los más socorridos, según se examinen aristas que enfatizan, con generalidad, abstracción y realidad, las relaciones: a) entre estado y sociedad, b) de ejercicio de poder, o c) de regulación normativa de las conductas de los órganos estatales y las conductas de sus representantes o agentes (administradores públicos). Puede decirse que, por lo anterior, la “administración pública” es, a la vez, disciplina y objeto de estudio, y este es el modelo preponderante seguido en Occidente, como un proceso de racionalización de la praxis política directamente relacionada con el vínculo entre gobernantes y gobernados o, para decirlo con mayor especificidad, entre administradores y administrados.
Debido a que el desarrollo del capital, su acumulación y extensión, son un hecho históricamente ubicado en “Occidente”, todo lo cual, sin embargo, se ha extendido como elemento estructural que da sustento a las economías nacionales de países que, incluso, se arrogan el carácter de socialistas, prácticamente en todo ejercicio de organización social, sin distinción de ideologías, sistemas políticos o económicos, tiene presencia ineluctable una “población de funcionarios” orientados, formados o profesionalizados -al menos hipotéticamente- para el desempeño de “deberes de gobierno”; población a la que, en forma genérica, se le llama “funcionariado”. La forma en que un ciudadano cualquiera puede adquirir ese estatus se da por elección o designación, de lo cual resulta una estructura amplia y piramidal, sujeta a criterios de verticalidad de mando, obediencia, institucionalidad, separación de funciones, representación, legalidad, servicio, publicidad de acción, ubicuidad, memoria y registro de actuación… ¿Por qué? Porque su quid es la “cosa pública”: aquello que es de todos, lo que es compartido o se comparte, el espacio público, es decir, el gobierno en sentido amplio. Seguiremos.
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