Vivo en una zona que por fortuna y por desgracia tiene zonas arboladas y llenas de arbustos magníficos, flores multicolores y pastos amistosos, plenos del verde en todos sus emocionantes y millonarios tonos.
Por fortuna… porque los colores amigos de la naturaleza alegran los ojos y el alma, y la fotosíntesis oxigena al cuerpo y al espíritu.
Pero por desgracia… porque mantener a raya tanta arborescencia que crece sin continencia alguna requiere de los servicios de uno o varios jardineros, ésos que en la literatura y la historia eran hombres llenos de paciencia y conocimientos sobre la madre Tierra; ésos que tenían las manos llenas de fervor y con ellas hacían crecer de una minúscula semilla o de una ramita indemne plantas inconcebibles, volutas de verdor que crecían hacia el sol y hacia el cielo con su promesa de belleza y vida.
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Pero ésos, como las golondrinas de Gustavo Adolfo Bécquer, no volverán, porque los jardineros de ahora son unos señores que tocan a la puerta siempre a deshoras y terminan haciendo el trabajo no cuando quieren, sino cuando más molestan. Llegan cargados con un aparato pavoroso que tiene un como manubrio en la parte de arriba, de ahí le sale un tubo y al final de éste se le ven unos cables amarrados a una rueda que da vueltas. Y sí, esa rueda está movida por un motor de explosiones, que no hay otra forma mejor de llamarlo, porque hace un ruido de los mil diablos, que se acrecienta todavía más cuando los cablecillos se meten entre la hierba a cortar y producen chillidos sólo soportables por quien haya logrado desarrollar oídos de carnicero (como el compañero Bola Nueve, desde la Secretaría de Salud jarocha).
Aquellos pacientes floricultores -que hablaban en voz baja como para no despertar de su sueño musical a los nardos y las azucenas- se transformaron (¿por cuarta ocasión?) en atronadores fabricantes de sonidos exasperantes.
Y en casa no nos explicamos cómo es posible que habiendo sólo un jardín enfrente, aunque grande, ocupa para su mantenimiento que esos señores trabajan en él todos los días de la semana, incluidos los sábados y domingos, que deberían ser días de guardar, como manda el Libro.
Piense usted en las horas más inoportunas: las 8 de la mañana después de una noche de insomnio, las 9 am cuando en el plato se enfría un potaje de huevos delicioso, el mediodía cuando ha llegado la hora de la siesta primera, las 3 con la familia por fin reunida en la mesa, las cinco tan vespertina en plena siesta segunda, las 8 anochecida cuando ya no se ve nada y no alcanzamos a entender cómo pueden saber dónde meter el demoniaco instrumento en plena oscuridad.
Aquí sí que le pedimos al Señor Gobernador, al diligente ingeniero Cuitláhuac García, por qué no enseña a los ruidosos jardineros a usar el machete como sólo él lo hace para chapear los tiritantes pastos, y así nos da cuando menos este descanso a los veracruzanos de bien.
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