El ingenio mexicano es una de las joyas que nos identifican como pueblo. Es celebrada en todo el mundo la capacidad imaginativa de los nacidos en esta nación magnífica, y por eso el gran reconocimiento que tienen nuestras estrellas en el firmamento literario, científico y diplomático. De ahí los premios Nobel que presumimos con justa razón: Octavio Paz, Mario Molina, Alfonso García Robles.
Pero la creatividad refulge con alguna mayor brillantez en el ámbito del humor popular y del uso peculiar con el que hacemos evolucionar el idioma.
El habla mexicana ha dado paso a verdaderos estilistas de la palabra y de la picaresca, con Cantinflas al frente, pero con muchos más creadores geniales a su lado. De ahí los inusitados logros lingüísticos del albur, el riquísimo valor conceptual del chiste, las magníficas historias de los cuenteros de los pueblos, de los que Juan Rulfo es el paladín mayor, y que tuvieron en Eraclio Zepeda al mejor de sus juglares.
Yo creo que si Sigmund Freud hubiera estado algún tiempo en México, su libro El chiste y su relación con el inconsciente seguramente habría sido cuando menos mucho más divertido de lo que ya es, y hubiera explorado otras cuevas insondables de la creatividad humana.
Recuerdo de ese libro del genio de Viena, que todo chistoso debería leer cuando menos una vez en su vida, un cómico fragmento
“Hablando de una persona que al lado de excelentes cualidades presentaba grandes defectos, dice N:
“‘Sí, la vanidad es uno de sus cuatro talones de Aquiles’¨.
El mexicano ha dejado volar su estro (“Inspiración ardiente del poeta o del artista”, según la RAE) desde que nos heredaron a fuerzas el castellano como la lengua oficial. Dado que los indios originales no reconocían el nuevo idioma como algo propio de su cultura, tuvieron la libertad de jugar con él y transformarlo sin ninguna consideración, y con eso lo enriquecieron para siempre.
Si me permite usted, mañana seguiré bordando sobre el tema, nada más por el placer de no hablar de Trump y su triunfo demoledor.
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