La dotación a tiendas y mercados se resolvió con un ejército de empujadores de diablitos que se movían como hormigas humanas y llevaban el sustento para que la población no muriera de hambre o sed.
La movilidad imposible hizo que se reorganizara la educación, de modo que los niños y los jóvenes empezaron a tomar clases en las escuelas más cercanas a sus casas, a las que pudieran llegar caminando. Se dio el fenómeno de que muchos alumnos urbanos terminaron cumpliendo varios kilómetros de caminata diarios, como siempre había sido costumbre obligada en los poblados más alejados de las sierras y el campo.
El sector salud se llenó de verdaderos héroes que tuvieron que añadir a su lucha contra la muerte el esfuerzo de correr verdaderas maratones para llegar a los pacientes. Igualmente, los paramédicos se inventaron camillas altas que podían transportar, sobre los coches y camiones, a fuerza de brazos y piernas para hacer llegar las emergencias a las clínicas y hospitales.
Un trabajo igual tuvieron los sacerdotes y ministros de todas las religiones, quienes se vieron obligados a abandonar las iglesias y salir a buscar feligreses descarriados por toda la ciudad, para encarrilarlos por el buen camino.
La ciudad detenida, siguió viviendo sin embargo.
Y se dio el caso de que después de unas cuantas semanas todos ya pensaban que siempre habían vivido así, sin ruido, sin humo, sin accidentes y sin choferes ni señoras empoderadas atrás del volante…
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