Las contradicciones se están manifestando de forma más concreta y puntual. La economía capitalista mostró signos de una recuperación rápida y vigorosa, es cierto, pero en medio de un panorama marcado por el incremento del déficit público y de los niveles de endeudamiento, el desempleo masivo y una espiral inflacionaria que prendió los focos rojos de los gerentes de la aldea global. Estas dificultades se tradujeron, políticamente hablando, en un clima profundamente agitado. En diversos puntos del planeta aparecieron multitudinarios estallidos sociales que son producto directo de la economía post-pandémica: Estados Unidos, Colombia y la India fueron tres expresiones
destacadas en este sentido. Pero una buena parte de la movilización tiene el sabor amargo del neofascismo encarnado en el movimiento negacionista y antivacuna que se ampara, de forma clásica, en una reivindicación extrema de la libertad individual.
Noobstante, la crisis también abrió oportunidades que se pueden aprovechar en un sentido progresista. Destacadamente ha generado un reposicionamiento del estado en tanto rector de la economía y una reaparición de las políticas de bienestar (renta universal, impuestos a los súper ricos, programas de ayuda, etc.).
En México, por ejemplo, el rebote inflacionario abrió la oportunidad de superar las políticas estrechamente monetarias al respecto y establecer un método heterodoxo que se basa en la intervención directa del Estado en el mercado, específicamente en sectores clave como el enérgico, donde el gobierno de la Cuarta Transformación se propone detener la escalada de precios mediante dos iniciativas: una red de cooperativas comunitarias para el abastecimiento de gasolina al menudeo y una empresa estatal dedicada a la venta de gas al consumidor final. La pandemia nos trajo la necesidad de una regulación más racional de la economía. Y eso no es poca cosa.
*Economista, latinoamericanista y asesor parlamentario |